Soy un antiguo analfabeto*
Mohamed Chukri
Mohamed Chukri
Un escritor tangerino que se esfuerza por dar sentido a una infancia robada, brutalizada, y en ser la memoria de los pobres, de los olvidados de la historia oficial. Un escritor que no habla de política ni de religión, pero tiene la virtud de irritar a los bienpensantes con títulos como “El pan desnudo” y “Rostros, amores, maldiciones”.
Soy un antiguo analfabeto autodidacta que, deseó transmitir a los demás aquello que había aprendido. Pero hoy resultaría bastante difícil para un analfabeto tener la misma trayectoria que yo seguí en esa época. Además, de esta forma, he aprendido mucho más de los alumnos que de los profesores. A la edad de 20 años, tuve la disyuntiva entre convertirme en contrabandista o ir a estudiar árabe y español en El Harache. Leí mucho a los malditos, pero en literatura no existe un único Dios, hay varios... ¡En el cielo, es otra cosa! En mi vida me he enfrentado a tres desafíos: aprender a leer y a escribir, salir de esa clase social denigrada y, por último, sublimar mi vida a través de la escritura. Cuando era más joven, vivía en una choza. Cuando comía, siempre había un ratón delante de mí que pedía algo de comer. Yo era el gran amigo de las cucarachas y de los ratones. Frecuentaba el café Continental de Tetuán. Veía a un hombre que siempre llegaba muy elegante, bien arreglado, y al que todo el mundo saludaba. Yo asistía a la Escuela Normal de Profesores, vivía en una choza pero llevaba pajarita, quería ascender de categoría social. Un día, pregunté la identidad de ese señor. Me respondieron que era Mohammed Sabbag, el escritor más importante de la época. Era un poeta que escribió prosa poética, unos libritos que se leen en dos días. Me dije: si escribiendo cosas así uno se vuelve muy importante en una sociedad, yo también voy a hacerme escritor. Empecé a escribir algo que enseñé a ese señor, que me dijo: “No tienes estilo, pero tienes una buena gramática. Puedes seguir”. Así fue como comencé mi carrera, para adquirir prestigio, subir de categoría. Más tarde, me di cuenta de que la escritura podía ser también una forma de denunciar y protestar contra aquellos que me habían robado la infancia, la adolescencia y parte de mi juventud. Fue únicamente en ese momento cuando mi escritura se volvió comprometida. Cuando trabajaba en la enseñanza, y en los medios de comunicación, consideraba la escritura como una bagatela. No me consideraba un profesional. Pero hace unos 11 años decidí convertirme en escritor profesional. Incluso he escrito 256 páginas de mi último libro, Le Temps des erreurs (Tiempo de errores), en un mes.
“Tengo dos memorias: la memoria
analfabeta y la memoria de un
hombre que ha aprendido a leer
una vez cumplidos los 20 años”
Tengo dos memorias: la memoria analfabeta y la memoria de un hombre que ha aprendido a leer una vez cumplidos los 20 años. Lo que hace que escriba primero en mi cabeza, de forma neurótica. Luego, perfilo sobre el papel con la ayuda de la gramática y del estilo. No tengo disciplina como Alberto Moravia, Hemingway, Victor Hugo, o Tahar Ben Jelloun, que se levantan a las 5 o alas 8 de la mañana y se ponen a escribir. Iría en contradicción con mi vida. Soy un hombre de las callejuelas. Nunca he sido alguien estable. En la actualidad dispongo de un apartamento donde conservar mis cassetes, mis libros, y mis papeles, pero antes vivía siempre en las pensiones, en los pequeños restaurantes, en los pequeños bares. Defiendo mi clase, defendiendo a los marginados.
“Ejerzo mi vergüenza contra una
época determinada, humillante y miserable”
Mi caso es bastante excepcional. No tengo nada que perder. No llevo ningún titular familiar que exija deferencia y al que correría el riesgo de mancillar al escribir como lo hago. Soy un Mohammed desconocido en la historia y defiendo a la gente que la historia oficial siempre ha olvidado. Escribo sobre individuos anónimos, porque la “memoria de los pobres de por sí está menos alimentada que la de los ricos”, como dijo Albert Camus. Cuando escribo de la infancia, no se trata sólo de la mía. Se trata de aquellos que pertenecen a mi generación. Así pues, no es un caso aislado sino el arquetipo de todas las infancias que he conocido perfectamente. He tratado de condensar varias infancias en una sola. Mi infancia la he escrito a través de mi mirada adulta. Es decir, no a través de las mismas sensaciones que uno siente cuando es niño. Por tanto, incluye un lado imaginario. Me esfuerzo por volver a dar consideración a esa infancia robada, o peor aún, brutalizada por aquellos que hurtaban nuestra vida: los vampiros de la sociedad. Una infancia “flotante”, como un alga, una infancia “algosa”, si pude expresarme así. Me pregunto si la escritura es una segunda autoridad tras la autoridad principal. Es un poder. Pero un poder que no es extravagante. Soy un escritor tangerino. No soy un escritor marroquí, porque descubro Marruecos como los turistas: voy a Casablanca para pasear una semana, a Rabat dos o tres días, a Fez... En cambio, en Tánger vivo una intimidad con la gente, con los personajes, con los lugares.
Soy un antiguo analfabeto autodidacta que, deseó transmitir a los demás aquello que había aprendido. Pero hoy resultaría bastante difícil para un analfabeto tener la misma trayectoria que yo seguí en esa época. Además, de esta forma, he aprendido mucho más de los alumnos que de los profesores. A la edad de 20 años, tuve la disyuntiva entre convertirme en contrabandista o ir a estudiar árabe y español en El Harache. Leí mucho a los malditos, pero en literatura no existe un único Dios, hay varios... ¡En el cielo, es otra cosa! En mi vida me he enfrentado a tres desafíos: aprender a leer y a escribir, salir de esa clase social denigrada y, por último, sublimar mi vida a través de la escritura. Cuando era más joven, vivía en una choza. Cuando comía, siempre había un ratón delante de mí que pedía algo de comer. Yo era el gran amigo de las cucarachas y de los ratones. Frecuentaba el café Continental de Tetuán. Veía a un hombre que siempre llegaba muy elegante, bien arreglado, y al que todo el mundo saludaba. Yo asistía a la Escuela Normal de Profesores, vivía en una choza pero llevaba pajarita, quería ascender de categoría social. Un día, pregunté la identidad de ese señor. Me respondieron que era Mohammed Sabbag, el escritor más importante de la época. Era un poeta que escribió prosa poética, unos libritos que se leen en dos días. Me dije: si escribiendo cosas así uno se vuelve muy importante en una sociedad, yo también voy a hacerme escritor. Empecé a escribir algo que enseñé a ese señor, que me dijo: “No tienes estilo, pero tienes una buena gramática. Puedes seguir”. Así fue como comencé mi carrera, para adquirir prestigio, subir de categoría. Más tarde, me di cuenta de que la escritura podía ser también una forma de denunciar y protestar contra aquellos que me habían robado la infancia, la adolescencia y parte de mi juventud. Fue únicamente en ese momento cuando mi escritura se volvió comprometida. Cuando trabajaba en la enseñanza, y en los medios de comunicación, consideraba la escritura como una bagatela. No me consideraba un profesional. Pero hace unos 11 años decidí convertirme en escritor profesional. Incluso he escrito 256 páginas de mi último libro, Le Temps des erreurs (Tiempo de errores), en un mes.
“Tengo dos memorias: la memoria
analfabeta y la memoria de un
hombre que ha aprendido a leer
una vez cumplidos los 20 años”
Tengo dos memorias: la memoria analfabeta y la memoria de un hombre que ha aprendido a leer una vez cumplidos los 20 años. Lo que hace que escriba primero en mi cabeza, de forma neurótica. Luego, perfilo sobre el papel con la ayuda de la gramática y del estilo. No tengo disciplina como Alberto Moravia, Hemingway, Victor Hugo, o Tahar Ben Jelloun, que se levantan a las 5 o alas 8 de la mañana y se ponen a escribir. Iría en contradicción con mi vida. Soy un hombre de las callejuelas. Nunca he sido alguien estable. En la actualidad dispongo de un apartamento donde conservar mis cassetes, mis libros, y mis papeles, pero antes vivía siempre en las pensiones, en los pequeños restaurantes, en los pequeños bares. Defiendo mi clase, defendiendo a los marginados.
“Ejerzo mi vergüenza contra una
época determinada, humillante y miserable”
Mi caso es bastante excepcional. No tengo nada que perder. No llevo ningún titular familiar que exija deferencia y al que correría el riesgo de mancillar al escribir como lo hago. Soy un Mohammed desconocido en la historia y defiendo a la gente que la historia oficial siempre ha olvidado. Escribo sobre individuos anónimos, porque la “memoria de los pobres de por sí está menos alimentada que la de los ricos”, como dijo Albert Camus. Cuando escribo de la infancia, no se trata sólo de la mía. Se trata de aquellos que pertenecen a mi generación. Así pues, no es un caso aislado sino el arquetipo de todas las infancias que he conocido perfectamente. He tratado de condensar varias infancias en una sola. Mi infancia la he escrito a través de mi mirada adulta. Es decir, no a través de las mismas sensaciones que uno siente cuando es niño. Por tanto, incluye un lado imaginario. Me esfuerzo por volver a dar consideración a esa infancia robada, o peor aún, brutalizada por aquellos que hurtaban nuestra vida: los vampiros de la sociedad. Una infancia “flotante”, como un alga, una infancia “algosa”, si pude expresarme así. Me pregunto si la escritura es una segunda autoridad tras la autoridad principal. Es un poder. Pero un poder que no es extravagante. Soy un escritor tangerino. No soy un escritor marroquí, porque descubro Marruecos como los turistas: voy a Casablanca para pasear una semana, a Rabat dos o tres días, a Fez... En cambio, en Tánger vivo una intimidad con la gente, con los personajes, con los lugares.
* Publicado en Mayo de 2003 por El País.
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