domingo, 24 de octubre de 2010

OUM KELTOUM ( BIOGRAFIA)



Om Kalsoum: el planeta y la voz
por Santiago Alba Rico

Oum Kalsoum no era una cantante (mughaniya) sono una Mutriba, el término con el que la jerarquía musical abandona en el mundo árabe la gradación de los recursos estrictamente técnicos y de la destreza puramente humana. Mutrib es el que es capaz de emocionar, trastornar, transfigurar el oyente con su voz; el vehículo de esa fuerza impersonal y superior que los gitanos llaman “duende” y que solo puede sacarse del cuerpo con mucho trabajo, como si se sacase una muela.

En la tradición religiosa en la que se formó musicalmente Oum Kalsoum, acompañando desde niña a su padre en los mulid de los pueblos del alto Egipto, el cantante se dejaba atravesar completamente inmóvil (la mano tal vez sobre la oreja), desenredando su hilo, temeroso de interrumpir ese caudal con un ritmo o con un gesto. Ni siquiera cuando empezó a cantar las más arrebatadas canciones de amor profano, perdió Oum Kalsoum su compostura de arado; el milagro de su voz sólo podía crecer sobre una roca o un roble.

Los que la hemos visto alguna vez en esas grabaciones de los años setenta –o en las monótonas carátulas de sus cassettes- la recordamos así: firme durante horas en su ropaje talar, hierática y enorme como un mascaron de proa, con gafas a veces de camaleón y la mano aferrada al pañuelo –verde o blanco- que los incrédulos suponían impregnado de cocaína o hachís. Sobre el escenario, Oum Kalsoum era la columna de Dios, el solemne instrumento –gran piano o aparatosa arpa- a través del cual se expresaba el misterio que sobrecogía a los espectadores y arrancaba de su silencio estupefacto, algunas veces, un irreprimible “allah”, origen de nuestro más folklórico y judicial “olé”.

De Irak a Argelia he oído a Oum Kalsoum en todos los países árabes en los que he vivido o que he visitado. Mezclada en el aire como la radiactividad o el ozono. La he oído en cafés, en taxis desvencijados, en talleres y entre las tumbas. He visto a un comunista egipcio, que veinte años antes rechazaba su nasserismo, mimar Helm (sueño) con fervor místico después de leerme una cita de Mahmoud Hussein; y a un mendigo mahfuthiano del Guriya, zarrapastroso y medio subnormal, escandir la misma canción casi levitando –con la radio de fondo- mientras la actividad del callejón se detenía como por ensalmo. Soy testigo –lo juro por mis futuros libros- de que un pasaje de Alf-Leila-wa-Leila ha restañado una úlcera, una coda de Amal-hayati ha cerrado un contrato y la primera frase de Wa-marrat-al-ayam, surgiendo de pronto de entre el bullicio, ha impedido una pelea de café. Por encima de naciones, generaciones e ideologías, la voz de Oum Kalsoum sigue siendo el mínimo colosal compartido por ciento veinte millones de árabes.

En la ciudad de El Cairo, entre la catástrofe y la revolución permanente, su vez se repite más que la de los almuédanos, domina el fragor del tráfico y suaviza sin interrupción la pataleta de sus edificios. Allí la descubrí yo por primera vez; o mejor dicho, fue en ella (en su voz) donde me descubrí –súbitamente- en El Cairo, como si todos mis sentidos hubiesen estado obstruidos antes de que su Anta-‘omri me barriese el oído una tarde en un café miserable, a medio camino entre Ibn-Tulun y el Sultán Hassan, curándome de una melindrosería y un provincionalismo de años. Algún economista negará que se trate de un milagro, pero lo cierto es que Oum Kalsoum devuelve la vista a los sordos, pone a andar a los ciegos y hace soñar a los que no tienen hambre, en una demostración poco frecuente de que la música puede ser al mismo tiempo un telescopio, un territorio y un alcaloide.

Creo que uno sólo puede jactarse de conocer una ciudad o un país después de haber accedido a través del gusto a aquello que de universal hay en su comida, en sus cuerpos y en su música. Pero entonces no tiene ya uno ganas de jactarse de nada. Un ejecutivo neoyorquino puede hacerse budista y seguir despreciando a los chinos. Un intelectual parisino puede estudiar el yoga y no tener ninguna gana de sumergirse en la promiscuidad de Bombay.

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