lunes, 31 de diciembre de 2018

una separación


UNA SEPARACIóN

Katie Kitamura  

0

Fragmento

1

Todo empezó con una llamada telefónica de Isabella. Quería saber dónde estaba Christopher y me vi en la tesitura de tener que decirle que no lo sabía. A sus oídos debió de sonar increíble. No le dije que Christopher y yo nos habíamos separado seis meses atrás, ni que hacía casi un mes que no hablaba con su hijo.
Mi incapacidad para informarle del paradero de Chris­topher le pareció incomprensible, y su respuesta fue mordaz, aunque no del todo sorprendida, algo que en cierto modo solo sirvió para empeorar las cosas. Me sentí humillada y a la vez incómoda, dos sensaciones que siempre han caracterizado mi relación con Isabella y Mark. Y eso a pesar de que Christopher me decía a menudo que yo les causaba el mismo efecto, que debía esforzarme por no ser tan reservada, porque era fácil confundir esa actitud con la arrogancia.
¿No sabía que algunas personas me consideraban esnob?, me preguntó más de una vez. No lo sabía. Nuestro matrimonio se sustentaba en las cosas que Christopher sabía y yo no. No era meramente una cuestión de intelecto, aunque en ese sentido Christopher también tenía ventaja, pues sin duda era un hombre inteligente. Se trataba más bien de los datos ocultados, de información que él tenía y yo no. En pocas palabras, era una cuestión de infidelidades: la traición siempre coloca a un miembro de la pareja en una posición de conocimiento y deja al otro a oscuras.
Sin embargo, la traición no era (al menos, no necesariamente) el motivo principal del fracaso de nuestro matrimonio. Ocurrió poco a poco. Incluso después de acordar separarnos, había asuntos prácticos que atender; desmantelar el edificio de un matrimonio no es poca cosa. La perspectiva era tan abrumadora que empecé a preguntarme si alguno de los dos se lo estaba repensando, si había alguna duda enterrada en las profundidades bajo toda la burocracia, acallada entre las pilas de papeles y formularios electrónicos que intentábamos evitar a toda costa.
Por eso era comprensible que Isabella me llamase para preguntar qué había pasado con Christopher. Le he dejado tres mensajes, me dijo, pero me salta directamente el buzón de voz, y la última vez que llamé sonó un tono del extranjero…
Pronunció la palabra «extranjero» con un deje de sospecha que me resultaba familiar, con desconcierto (no podía imaginar una sola razón para que su único hijo deseara alejarse de su radio de acción) y resentimiento. Entonces volvieron a mí ciertas palabras, frases pronunciadas a lo largo de nuestro matrimonio: eres extranjera, nunca te has integrado del todo, es simpática pero no es como nosotros, tenemos la sensación de que no te conocemos (y luego, por último, lo que sin duda diría si Christopher le contase que lo nuestro se había terminado), es mejor así, cariño, en el fondo nunca formó parte de la familia.
… y por eso me gustaría saber: ¿dónde está mi hijo?
De inmediato empezó a palpitarme la cabeza. Hacía un mes que no hablaba con Christopher. Nuestra última conversación había sido por teléfono. Christopher había dicho que, aunque saltaba a la vista que no íbamos a reconciliarnos, no quería empezar el proceso —utilizó esa palabra, indicadora de algo continuo y progresivo, en lugar de un acto decisivo y singular, y por supuesto tenía razón, el divorcio era algo más orgánico, en cierto modo más contingente de lo que parecía al principio— de contárselo a la gente.
¿Podíamos mantenerlo en secreto? Al principio dudé; no era que me pareciese mal la propuesta: la decisión todavía era reciente en ese momento, e imaginaba que Christopher se sentía casi como yo, que todavía no sabíamos bien cómo contar a los demás la historia de nuestra separación. Sin embargo, lo que no me gustaba era ese aire de complicidad, que parecía incongruente con nuestro propósito. A pesar de todo, dije que sí. Christopher, al notar la vacilación en mi voz, me pidió que se lo prometiera. Prométeme que no se lo contarás a nadie, por lo menos de momento, por lo menos hasta que volvamos a hablar. Irritada, accedí, y luego colgué.
Esa era la última vez que habíamos hablado. Ahora, cuando insistí en que no sabía dónde estaba Christopher, Isabella soltó una risa seca antes de decir: No seas ridícula. Hablé con Christopher hace tres semanas y me contó que los dos os ibais juntos a Grecia. Teniendo en cuenta lo mucho que me está costando contactar con él, y dado que es evidente que tú estás aquí en Inglaterra, lo único que se me ocurre es que se haya ido a Grecia sin ti.
Me quedé tan perpleja que no pude responder. No entendía por qué le habría contado Christopher que íbamos a viajar juntos a Grecia, si yo ni siquiera sabía que él pensaba salir del país. Isabella continuó: Últimamente trabaja mucho, ya sé que ha ido allí para investigar y…
Bajó la voz de un modo que me costó descifrar, podría haber sido una vacilación genuina o su mera reproducción, Isabella era capaz de semejantes manipulaciones.
… estoy preocupada por él.
De entrada, esa confesión no me impactó demasiado y no me tomé muy en serio su preocupación. Isabella creía que la relación con su hijo era mejor de lo que era en realidad, un error natural en una madre, pero que en su caso provocaba de vez en cuando un comportamiento algo excéntrico. En otras circunstancias, la situación habría despertado en mí una sensación de triunfo: que esa mujer acudiera a mí en busca de ayuda en un asunto relacionado con su hijo habría podido significar algo hace apenas un año, hace apenas seis meses.
Ahora, lo que sentía mientras la escuchaba era

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