En el laberinto sirio
La historia de estos cinco años es la de una serie de ocasiones perdidas para intervenir cuando era posible hacerlo
Se cumplen ahora cinco años de la guerra civil o, por mejor
decir, guerra contra la población civil de Siria, y el balance de la
misma es abrumador: 300.000 muertos, cuatro millones de refugiados
repartidos entre Turquía, Líbano, Jordania y, desde el pasado año, la
Unión Europea, además de ocho millones de desplazados en el interior de
su propio país. Es la mayor tragedia humanitaria desde la II Guerra
Mundial y la impotencia de la ONU y de las democracias occidentales ante
tal sangría es tan indignante como patética.
La historia de estos cinco años es la de una serie de ocasiones perdidas para intervenir cuando era posible hacerlo: durante la rebelión ciudadana, alentada por la primavera árabe, contra la brutalidad represiva de Bashar el Asad –el asesinato y tortura de un adolescente de Deraa cuyo “crimen” consistía en haber trazado un grafito contra el tirano-, y el enfrentamiento entre éste y los rebeldes no se había transformado aún en guerra abierta. Y el 23 de agosto de 2013, cuando el régimen cruzó las líneas rojas del empleo de gases tóxicos contra su propia población y Obama se desdijo de su palabra y aceptó la mediación interesada de Putin para la entrega y eliminación de aquellos a cambio de su no intervención militar.
A partir de aquel momento la suerte estaba echada. Lo que nos han enseñado estos cinco años es que El Asad y su protector Putin son mejores ajedrecistas que sus rivales.
Al comienzo del conflicto, el dictador de Damasco liberó a más de un
millar de islamistas que purgaban sus penas en las mazmorras del régimen
para que se unieran al bando enemigo y lo radicalizaran, avalando así
su argumento de que se enfrentaba al terrorismo, ya fuera del Frente Al
Nusra afín a Al Qaeda, ya del autotitulado califato islámico.
Mediante dicha estrategia mataba dos pájaros de un tiro: por un lado fortalecía sus vínculos con aquellos sectores de la población –alauíes, cristianos, drusos, laicos- que temen justamente la barbarie yihadista y, por otro, podía presentarse ante la opinión mundial como una opción menos mala que la representada por el adversario. Sin que le temblara la mano, El Asad ha centrado sus ataques en los grupos rebeldes del Ejército Libre de Siria en vez de los extremistas del Daesh atizando de paso la rivalidad entre ambos y limitando sus acciones a la defensa del perímetro útil: el eje que va de Damasco a Alepo y el bastión alauí de Latakia y Tartús en donde su padrino Putin dispone de la única base naval rusa en toda la cuenca del Mediterráneo.
En la fase actual de la internalización del conflicto –Turquía, Arabia Saudí, Qatar y Emiratos Árabes apoyados por Occidente frente al arco chií de Irán, Hezbolá y Bagdad con el sostén militar de Moscú- el cinismo de unos y otros a costa de millones de fugitivos que se agolpan en las puertas de Europa, no tiene límites. Pero mientras Putin sabe muy bien lo que quiere –apuntalar el régimen de El Asad y situarse como protagonista ineludible en el juego de ajedrez que se ventila recuperando para su país su estatus de gran potencia anterior al derrumbe del régimen comunista de 1989, Obama y sus aliados solo saben lo que no quieren: verse atrapados como en Afganistán e Irak en una guerra que amenaza con extenderse e incendiar a todo Oriente Próximo.
En tanto que Putin y El Asad mueven sus fichas mediante los bombardeos indiscriminados de las zonas rebeldes, recuperan el terreno perdido y completan el cerco a la martirizada Alepo, el bando contrario al dictador de Damasco se desgarra en función de estrategias opuestas: Turquía bombardea a los kurdos sirios, los mejores aliados de Occidente en su guerra contra el Estado Islámico, y éste gana posiciones contra los rebeldes no extremistas debilitados por la ofensiva del régimen.
Los ataques aéreos de Estados Unidos y sus aliados contra objetivos del Daesh corren el riesgo de provocar choques de graves consecuencias como el que causó el derribo de un avión ruso por la defensa aérea turca y abrió un duro pulso entre Putin y Erdogan. Entre tanto, el veto de Moscú a todas las resoluciones del Consejo de Seguridad paraliza las sanciones al régimen de El Asad, Europa se ve desbordada por la llegada de más de un millón de refugiados procedentes de Turquía y Grecia, las conversaciones de paz de Ginebra y Múnich se convierten en letra muerta en la medida en que Damasco no detiene su ofensiva sobre el terreno y el genocidio del pueblo sirio y la destrucción del país se prolongan día tras día sin que por ahora se vislumbre una salida aceptable al conflicto.
La historia de estos cinco años es la de una serie de ocasiones perdidas para intervenir cuando era posible hacerlo: durante la rebelión ciudadana, alentada por la primavera árabe, contra la brutalidad represiva de Bashar el Asad –el asesinato y tortura de un adolescente de Deraa cuyo “crimen” consistía en haber trazado un grafito contra el tirano-, y el enfrentamiento entre éste y los rebeldes no se había transformado aún en guerra abierta. Y el 23 de agosto de 2013, cuando el régimen cruzó las líneas rojas del empleo de gases tóxicos contra su propia población y Obama se desdijo de su palabra y aceptó la mediación interesada de Putin para la entrega y eliminación de aquellos a cambio de su no intervención militar.
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Mediante dicha estrategia mataba dos pájaros de un tiro: por un lado fortalecía sus vínculos con aquellos sectores de la población –alauíes, cristianos, drusos, laicos- que temen justamente la barbarie yihadista y, por otro, podía presentarse ante la opinión mundial como una opción menos mala que la representada por el adversario. Sin que le temblara la mano, El Asad ha centrado sus ataques en los grupos rebeldes del Ejército Libre de Siria en vez de los extremistas del Daesh atizando de paso la rivalidad entre ambos y limitando sus acciones a la defensa del perímetro útil: el eje que va de Damasco a Alepo y el bastión alauí de Latakia y Tartús en donde su padrino Putin dispone de la única base naval rusa en toda la cuenca del Mediterráneo.
En la fase actual de la internalización del conflicto –Turquía, Arabia Saudí, Qatar y Emiratos Árabes apoyados por Occidente frente al arco chií de Irán, Hezbolá y Bagdad con el sostén militar de Moscú- el cinismo de unos y otros a costa de millones de fugitivos que se agolpan en las puertas de Europa, no tiene límites. Pero mientras Putin sabe muy bien lo que quiere –apuntalar el régimen de El Asad y situarse como protagonista ineludible en el juego de ajedrez que se ventila recuperando para su país su estatus de gran potencia anterior al derrumbe del régimen comunista de 1989, Obama y sus aliados solo saben lo que no quieren: verse atrapados como en Afganistán e Irak en una guerra que amenaza con extenderse e incendiar a todo Oriente Próximo.
En tanto que Putin y El Asad mueven sus fichas mediante los bombardeos indiscriminados de las zonas rebeldes, recuperan el terreno perdido y completan el cerco a la martirizada Alepo, el bando contrario al dictador de Damasco se desgarra en función de estrategias opuestas: Turquía bombardea a los kurdos sirios, los mejores aliados de Occidente en su guerra contra el Estado Islámico, y éste gana posiciones contra los rebeldes no extremistas debilitados por la ofensiva del régimen.
Los ataques aéreos de Estados Unidos y sus aliados contra objetivos del Daesh corren el riesgo de provocar choques de graves consecuencias como el que causó el derribo de un avión ruso por la defensa aérea turca y abrió un duro pulso entre Putin y Erdogan. Entre tanto, el veto de Moscú a todas las resoluciones del Consejo de Seguridad paraliza las sanciones al régimen de El Asad, Europa se ve desbordada por la llegada de más de un millón de refugiados procedentes de Turquía y Grecia, las conversaciones de paz de Ginebra y Múnich se convierten en letra muerta en la medida en que Damasco no detiene su ofensiva sobre el terreno y el genocidio del pueblo sirio y la destrucción del país se prolongan día tras día sin que por ahora se vislumbre una salida aceptable al conflicto.
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