La
primera vez que visité los oasis de Egipto fue durante la década de los
ochenta cuando vivía en El Cairo. No puedo olvidar la impresión que me
produjo la llegada al oasis de Jarga.La carretera transcurría monótona
entre un desierto de piedras que de pronto, se detenía sobre un poderoso
acantilado. Abajo, muy abajo se extendía un vacío inmenso como un
océano sin agua. Una vez habituados los ojos a aquella extensión sin
límites, comenzamos a distinguir solitarias montañas de rocas que
brillaban al sol y las manchas oscuras de las palmeras.
Sentí entonces una
excitación que ya no me abandonaría durante todo el viaje, como si
hubiera conseguido penetrar en la fotografía de un viejo libro de
geografía, y, de pronto, me encontrara en un mundo que aún se regía por
su propio tiempo. Aquel viaje se prolongó durante unas semanas y el
impacto fue tal, que dediqué dos años a recorrer aquellos lugares para
tratar de atrapar su espíritu.
Los oasis me hechizaron. No
lo hicieron por su arquitectura. Al fin y al cabo las casas de adobe
resultaban modestas y míseras comparadas con las orgullosas fortalezas
del Yemen, las kasbas del Atlas o las viviendas del M’zab argelino;
tampoco por sus paisajes quizá no tan espectaculares como otros rincones
del Sahara. Los hombres no se tocaban con grandes turbantes azules ni
cabalgaban camellos blancos; las mujeres no lucían collares de ámbar ni
complicadas joyas de plata. No, no fue el exotismo lo que me atrajo,
sino la proximidad. No puedo olvidar la sensación de viajar atrás en mi
propia cultura. Recuerdo la impresión de rara familiaridad que me
produjo la lectura de “El Quijote” en aquellos lugares, porque mucho de
lo que leía lo estaba reviviendo allí: las tahonas y las almazaras, los
hornos de pan, los aperos de labranza y los útiles de barbería, las
forjas humeantes y las tinajas de agua fresca en los callejones, así
como las actitudes pícaras de algunos habitantes. Pero sobre todo
imaginaba, salvando las distancias entre Islam y Cristiandad, un modo
parecido de vivir y ver la vida. Me interesó la cotidianidad. Me
atraparon aquellas gentes sencillas y hospitalarias. Quería capturar
aquel microcosmos encerrado en el espacio casi infinito del desierto. Y
escribí en mi diario:
“Paseamos por vergeles
frondosos, vimos cavar pozas con métodos tradicionales, extraer el agua
con norias tiradas por bueyes, luchar contra las dunas que invadían un
poblado sepultando su mezquita. Nos sorprendió la presencia constante de
la historia, los templos faraónicos semienterrados, las necrópolis
romanas y las murallas de las ciudadelas islámicas. Dormimos en pueblos
de barro sacados de un cuento. Asistimos a ceremonias de trance y
presenciamos una sesión de tatuaje relacionada con la antigua medicina
del desierto. Una noche nos despertó el ulular de la mujeres que
encabezaban una procesión; enarbolaban el paño manchado de sangre de la
novia recién desflorada”.
“Una tarde dorada en Siwa,
el oasis de los amonitas, creí viajar en el tiempo. Por encima del
palmeral se alzaba el Templo del oráculo de Amón, construido sobre una
gran roca. Abajo, por los caminos de los vergeles, los zagala tocados
con burdas túnicas, que imaginaba parecidas a las de los campesinos
romanos, regresaban a toda la velocidad que les permitían sus carretas,
compitiendo peligrosamente, levantando nubes de polvo y bordeando el
lago de sal cristalizada que parecía un espejo de fuego”.
Seis son los oasis de
Egipto: Fayum, Jarga, Dahla, Farafra, Bahariya y Siwa. Los seis al oeste
del Nilo, en el desierto líbico, el feudo del maligno Set que despedazó
a Osiris. Para los griegos aquel desierto era morada de la Medusa, que
tenía serpientes por cabellos, y transformaba en piedra a los mortales
con su mirada. Aquel desierto, el país de los muertos para los antiguos
egipcios, era para los beduinos lugar de mal agüero, habitado por
temibles genios y ogros como la ghula, un monstruo que se transformaba
en mujer bellísima para atraer a los hombres y devorarlos. Seis son los
oasis, y sin embargo, por las noches, alrededor de un fuego en pleno
desierto, los beduinos aseguran que existe un séptimo: Zarzura, una
ciudad amurallada cerrada a cal y canto, resplandeciente como el mármol y
repleta de fabulosos tesoros, cuyos habitantes duermen el sueño del
encantamiento. Una ciudad que solo encuentran quienes se pierden y de la
que nadie regresa cuerdo.
Hace unos tres, incluso
cuatro mil años, cuando el Sahara no resultaba un entorno tan hostil y
las precipitaciones eran más abundantes, los oasis eran el granero de
los faraones, como lo fueron también en la época romana. De los pozos
brotaba agua abundante que hacía posible la vida, salvo el oasis del
Fayum que, debido a su proximidad al Nilo, era regado por un canal que
alimentaba extensos campos y huertos, cuyas aguas de drenaje
desembocaban en el Qarun, un lago alargado que en aquellos tiempos tenía
un tamaño muy superior al actual. Los oasis eran además bastiones para
defender el valle del Nilo del hostigamiento continuo de las tribus del
desierto. De la Antigüedad permanecen los restos de unas pocas pirámides
en el Fayum. También bellos y modestos templos faraónicos como el de
Hibis en Jarga o el del remoto poblado de Baris. Hace poco se
descubrieron numerosas momias en el oasis de Bahariya y sin duda el
futuro nos deparará nuevas sorpresas. Aunque resultará casi imposible
superar el embrujo de los célebres retratos del Fayum, que acompañaban a
las momias de los difuntos. Obras tremendamente contemporáneas, en las
que matronas, soldados y efebos, nos interrogan con los ojos
inquietantes de quienes acaban de traspasar el umbral de la muerte y ya
están en el otro lado.
En Siwa se encontraba el
célebre oráculo de Amón que el rey persa Cambises quiso destruir tras la
conquista de Egipto debido a un designio desfavorable. Para ello
dispuso un ejército de 50.000 hombres. Sin embargo Amón levantó grandes
vientos y los invasores fueron sepultados. Aún hoy en día no faltan
arqueólogos que lo siguen buscando, así como también la tumba de
Alejandro Magno, tan ligado a Siwa. Fue allí donde, según la tradición,
Amón-Zeus por medio de sus sacerdotes, reconoció al emperador su
paternidad y le otorgó el título de “Dueño de todos los países”. En los
oasis se palpa el transcurso de la historia. Abundan restos de antiguas
acequias y molinos de la época romana, también basílicas o necrópolis,
en perfecto estado de conservación, como la de Bagauat en el oasis de
Jarga, donde se aprecian frescos con restos de pintura que representan
los símbolos del cristianismo primitivo. Con los siglos, el clima
cambió, las arenas avanzaron y los oasis entraron en decadencia. Tras el
advenimiento del islam, los oasis perdieron su importancia estratégica
para convertirse en lo que siguen siendo: islas en el océano musulmán;
etapas para los mercaderes y sus caravanas.
Los habitantes de los
oasis, los uajatíes, no son beduinos, son sedentarios y la inmensa
mayoría no sabría desenvolverse en el desierto. Su lucha por la vida era
muy dura, debían cavar continuamente nuevos pozos, pues éstos podían
secarse en el momento más inesperado. Era preciso detener el avance de
las dunas. Estaban expuestos además a los ataques de nómadas y
saqueadores y para defenderse, los uajatíes se vieron obligados a
fortificar sus pueblos. Qasr en Dahla es un buen ejemplo, también la
ciudadela de Siwa, hoy abandonada, pues en 1926 una lluvia torrencial
lamió en pocas horas el adobe de alto contenido en sal como si fuera
caramelo. En el desierto, las estrellas tan cercanas y el vacío invitan
al misticismo. En los oasis nació el movimiento sanusi, de raíz sufí,
que se extendió también por Libia, y que en Farafra sigue teniendo
adeptos. Gente reposada y austera que hasta hace poco conocía las horas
por la posición de las estrellas. De espíritu independiente, los sanusi
mantuvieron en vilo a las potencias coloniales (británicos en Egipto e
italianos en Libia) y a las huestes de Rommel. Con la Segunda Guerra
Mundial los oasis recuperaron por unos años su importancia estratégica.
De nuevo eran los bastiones con los que controlar Egipto y por tanto el
Canal de Suez y el mar Rojo. Dicho en otras palabras: el petróleo de
Arabia y el comercio con la India y Extremo Oriente. Rommel se cuidó de
ofrecer regalos y cumplimentar a los jeques de Siwa.
Cada oasis ha desarrollado
una respuesta diferente a un medio parecido. Las costumbres del oasis
del Fayum o de Bahariya no difieren demasiado de las del cercano valle
del Nilo. Quizá el más singular de los oasis sea el de Siwa, que
continúa expresándose en un dialecto beréber y que hasta principios del
siglo XX mantenía la costumbre del matrimonio homosexual: los
terratenientes se esposaban con sus jornaleros, los llamados zagala,
quienes no recuperaban su libertad hasta cumplidos los cuarenta años
cuando ya se les permitía esposarse con mujeres. Las dotes pagadas eran
considerables y los fastos, más suntuosos que los de los matrimonios
convencionales. El rey Fuád prohibió terminantemente tales uniones.
Era proverbial el
aislamiento del oasis de Farafra. Se cuenta que un buen día, sus
habitantes se vieron obligados a enviar una expedición que cruzó las
extrañas formaciones del Desierto Blanco para llegar al oasis más
cercano y averiguar en qué día de la semana se encontraban, pues era tal
el ensimismamiento de sus místicos habitantes que lo habían olvidado y
no podían, por tanto, rezar los viernes en la mezquita tal como
prescribe El Corán.
http://www.jordiesteva.com/articulos/Blog/Entradas/2004/10/2_Altair_Los_oasis_de_Egipto.html
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