domingo, 4 de junio de 2017

Los Oasis de Egipto, por Jordi Esteva

 
La primera vez que visité los oasis de Egipto fue durante la década de los ochenta cuando vivía en El Cairo. No puedo olvidar la impresión que me produjo la llegada al oasis de Jarga.La carretera transcurría monótona entre un desierto de piedras que de pronto, se detenía sobre un poderoso acantilado. Abajo, muy abajo se extendía un vacío inmenso como un océano sin agua. Una vez habituados los ojos a aquella extensión sin límites, comenzamos a distinguir solitarias montañas de rocas que brillaban al sol y las manchas oscuras de las palmeras.
Sentí entonces una excitación que ya no me abandonaría durante todo el viaje, como si hubiera conseguido penetrar en la fotografía de un viejo libro de geografía, y, de pronto, me encontrara en un mundo que aún se regía por su propio tiempo. Aquel viaje se prolongó durante unas semanas y el impacto fue tal, que dediqué dos años a recorrer aquellos lugares para tratar de atrapar su espíritu.
Los oasis me hechizaron. No lo hicieron por su arquitectura. Al fin y al cabo  las casas de adobe resultaban modestas y míseras comparadas con las orgullosas fortalezas del Yemen, las kasbas del Atlas o las viviendas del M’zab argelino; tampoco por sus paisajes quizá no tan espectaculares como otros rincones del Sahara. Los hombres no se tocaban con grandes turbantes azules ni cabalgaban camellos blancos; las mujeres no lucían collares de ámbar ni complicadas joyas de plata. No, no fue el exotismo lo que me atrajo, sino la proximidad. No puedo olvidar la sensación de viajar atrás en mi propia cultura. Recuerdo la impresión de rara familiaridad que me produjo la lectura de “El Quijote” en aquellos lugares, porque mucho de lo que leía lo estaba reviviendo allí: las tahonas y las almazaras, los hornos de pan, los aperos de labranza y los útiles de barbería, las forjas humeantes y las tinajas de agua fresca en los callejones, así como las actitudes pícaras de algunos habitantes. Pero sobre todo imaginaba, salvando las distancias entre Islam y Cristiandad, un modo  parecido de vivir y ver la vida. Me interesó la cotidianidad. Me atraparon aquellas gentes sencillas y hospitalarias. Quería capturar aquel microcosmos encerrado en el espacio casi infinito del desierto. Y escribí en mi diario:
“Paseamos por vergeles frondosos, vimos cavar pozas con métodos tradicionales, extraer el agua con norias tiradas por bueyes, luchar contra las dunas que invadían un poblado sepultando su mezquita. Nos sorprendió la presencia constante de la historia, los templos faraónicos semienterrados, las necrópolis romanas y las murallas de las ciudadelas islámicas. Dormimos en pueblos de barro sacados de un cuento. Asistimos a ceremonias de trance y presenciamos una sesión de tatuaje relacionada con la antigua medicina del desierto. Una noche nos despertó el ulular de la mujeres que encabezaban una procesión; enarbolaban el paño manchado de sangre de la novia recién desflorada”.
“Una tarde dorada en Siwa, el oasis de los amonitas, creí viajar en el tiempo. Por encima del palmeral se alzaba el Templo del oráculo de Amón, construido sobre una gran roca. Abajo, por los caminos de los vergeles, los zagala tocados con burdas túnicas, que imaginaba parecidas a las de los campesinos romanos, regresaban a toda la velocidad que les permitían sus carretas, compitiendo peligrosamente, levantando nubes de polvo y bordeando el lago de sal cristalizada que parecía un espejo de fuego”. 

Seis son los oasis de Egipto: Fayum, Jarga, Dahla, Farafra, Bahariya y Siwa. Los seis al oeste del Nilo, en el desierto líbico, el feudo del maligno Set que despedazó a Osiris. Para los griegos aquel desierto era morada de la Medusa, que tenía serpientes por cabellos, y transformaba en piedra a los mortales con su mirada. Aquel desierto, el país de los muertos para los antiguos egipcios, era para los beduinos lugar de mal agüero, habitado por temibles genios y ogros como la ghula, un monstruo que se transformaba en mujer bellísima para atraer a los hombres y devorarlos.  Seis son los oasis, y sin embargo, por las noches, alrededor de un fuego en pleno desierto, los beduinos aseguran que existe un séptimo: Zarzura, una ciudad amurallada cerrada a cal y canto, resplandeciente como el mármol y repleta de fabulosos tesoros, cuyos habitantes duermen el sueño del encantamiento. Una ciudad que solo encuentran quienes se pierden y de la que nadie regresa cuerdo.

Hace unos tres, incluso cuatro mil años, cuando el Sahara no resultaba un entorno tan hostil y las precipitaciones eran más abundantes, los oasis eran el granero de los faraones, como lo fueron también en la época romana. De los pozos brotaba agua abundante que hacía posible la vida, salvo el oasis del Fayum que, debido a su proximidad al Nilo, era regado por un canal que alimentaba extensos campos y huertos, cuyas aguas de drenaje desembocaban en el Qarun, un lago alargado que en aquellos tiempos tenía un tamaño muy superior al actual. Los oasis eran además bastiones para defender el valle del Nilo del hostigamiento continuo de las tribus del desierto. De la Antigüedad permanecen los restos de unas pocas pirámides en el Fayum. También bellos y modestos templos faraónicos como el de Hibis en Jarga o el del remoto poblado de Baris. Hace poco se descubrieron numerosas momias en el oasis de Bahariya y sin duda el futuro nos deparará  nuevas sorpresas. Aunque resultará casi imposible superar el embrujo de los célebres retratos del Fayum, que acompañaban a las momias de los difuntos. Obras tremendamente contemporáneas, en las que matronas, soldados y efebos, nos interrogan con los ojos inquietantes de quienes acaban de traspasar el umbral de la muerte y ya están en el otro lado.
En Siwa se encontraba el célebre oráculo de Amón que el rey persa Cambises quiso destruir tras la conquista de Egipto debido a un designio desfavorable. Para ello dispuso un ejército de 50.000 hombres. Sin embargo Amón levantó grandes vientos y los invasores fueron sepultados. Aún hoy en día no faltan arqueólogos que lo siguen buscando, así como también la tumba de Alejandro Magno, tan ligado a Siwa. Fue allí donde, según la tradición, Amón-Zeus por medio de sus sacerdotes, reconoció al emperador su paternidad y le otorgó el título de “Dueño de todos los países”. En los oasis se palpa el transcurso de la historia. Abundan restos de antiguas acequias y molinos de la época romana, también basílicas o necrópolis, en perfecto estado  de conservación, como la de Bagauat en el oasis de Jarga, donde se aprecian frescos con restos de pintura que representan los símbolos del cristianismo primitivo. Con los siglos, el clima cambió, las arenas avanzaron y los oasis entraron en decadencia. Tras el advenimiento del islam, los oasis perdieron su importancia estratégica para convertirse en lo que siguen siendo: islas en el océano musulmán; etapas para los mercaderes y sus caravanas.

Los habitantes de los oasis, los uajatíes, no son beduinos, son sedentarios y la inmensa mayoría no sabría desenvolverse en el desierto. Su lucha por la vida era muy dura, debían cavar continuamente nuevos pozos, pues éstos podían secarse en el momento más inesperado. Era preciso detener el avance de las dunas. Estaban expuestos además a los ataques de nómadas y saqueadores y para defenderse, los uajatíes se vieron obligados a fortificar sus pueblos. Qasr en Dahla es un buen ejemplo, también la ciudadela de Siwa, hoy abandonada, pues en 1926  una lluvia torrencial lamió en pocas horas el adobe de alto contenido en sal como si fuera caramelo. En el desierto, las estrellas tan cercanas y el vacío invitan al misticismo. En los oasis nació el movimiento sanusi, de raíz sufí, que se extendió también por Libia, y que en Farafra sigue teniendo adeptos. Gente reposada y austera que hasta hace poco conocía las horas por la posición de las estrellas. De espíritu independiente, los sanusi mantuvieron en vilo a las potencias coloniales (británicos en Egipto e italianos en Libia) y a las huestes de Rommel. Con la Segunda Guerra Mundial los oasis recuperaron por unos años su importancia estratégica. De nuevo eran los bastiones con los que  controlar Egipto y por tanto el Canal de Suez y el mar Rojo. Dicho en otras palabras: el petróleo de Arabia y el comercio con la India y Extremo Oriente. Rommel se cuidó de ofrecer regalos y cumplimentar a los jeques de Siwa.

Cada oasis ha desarrollado una respuesta diferente a un medio parecido. Las costumbres del oasis del Fayum o de Bahariya no difieren demasiado de las del cercano valle del Nilo. Quizá el más singular de los oasis sea el de Siwa, que continúa expresándose en un dialecto beréber y que hasta principios del siglo XX mantenía la costumbre del matrimonio homosexual: los terratenientes se esposaban con sus jornaleros, los llamados zagala, quienes no recuperaban su libertad hasta cumplidos los cuarenta años cuando ya se les permitía esposarse con mujeres. Las dotes pagadas eran considerables y los fastos, más suntuosos que los de los matrimonios convencionales. El rey Fuád prohibió terminantemente tales uniones.
Era proverbial el aislamiento del oasis de Farafra. Se cuenta que un buen día, sus habitantes se vieron obligados a enviar una expedición que cruzó las extrañas formaciones del Desierto Blanco para llegar al oasis más cercano y averiguar en qué día de la semana se encontraban, pues era tal el ensimismamiento de sus místicos habitantes que lo habían olvidado y no podían, por tanto, rezar los viernes en la mezquita tal como prescribe El Corán.

Los oasis han cambiado. Desde hace pocas décadas los todoterreno sustituyeron a los camellos y la televisión llega ya casi a toda partes y con ella las nuevas necesidades. Desde los despachos de El Cairo se planifican nuevos asentamientos y viviendas de estilo soviético en Jarga o en Dahla sin ningún respeto por las tradiciones locales. El flujo de emigrantes del valle del Nilo está cambiando irremediablemente la estructura social. Los oasis ya viven en nuestro tiempo. Pero para el viajero ocasional su hechizo sigue actuando. Los uajatíes son muy hospitalarios y nunca faltará comida o alojamiento en los poblados más remotos. Pocas emociones pueden compararse a pasear por los intrincados callejones de adobe de texturas casi palpitantes, pasar una noche bajo las estrellas en el Desierto Blanco, o bañarse en una de las pozas romanas de agua cristalina a más de cuarenta grados, sin mayores preocupaciones que contar las estrellas fugaces. Los oasis son un mundo que se va, pero en el que todavía resulta posible revivir la antigua magia.

 http://www.jordiesteva.com/articulos/Blog/Entradas/2004/10/2_Altair_Los_oasis_de_Egipto.html

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