Jordi Esteva: “El vociferío de las mezquitas silencia las voces más tolerantes del Islam”
Por Emma Rodríguez © 2016 /
Estamos
aparentemente más conectados con el mundo que nunca, podemos permitirnos
recorrer largas distancias y conocer lejanas y exóticas geografías,
pero, sin embargo, con frecuencia, acudimos a los sitios como turistas
incapaces de acceder al corazón de los lugares y sus gentes, de romper
los muros de confortabilidad que nos mantienen apartados de la realidad
de los otros. Por eso, aunque pudiera parecer que no, los buenos libros de viajes tienen hoy más sentido que nunca. Es este un preludio para presentar uno de esos libros, una obra cautivadora y necesaria, Socotra, la isla de los genios, de Jordi Esteva. La entrega vuelve por segunda vez a las librerías de la mano de Atalanta
–su primera edición se publicó en 2011– enriquecida ahora con un bello
ejemplar de fotografías que, además, incluye un documental que cuenta
con imágenes lo que hasta ahora eran sólo palabras.
Estamos
pues ante un proyecto múltiple capaz de sorprendernos, de hacernos
olvidar el presente y transportarnos, como bien dice el autor, a un
mundo en blanco y negro, un mundo antiguo donde las leyendas siguen
latiendo y donde la lentitud y el silencio aún son posibles. Escritor y fotógrafo, Esteva es un hombre que siempre soñó con arribar a los puertos marcados en los mapas de su infancia, un ser curioso que desde muy pronto se sintió atraído por Oriente y África, una atracción que le ha llevado a vivir cinco años en El Cairo, a escribir historias como Los árabes del mar, Los oasis de Egipto, Mil y una voces y Viaje al país de las almas, esta última sobre el animismo africano, con continuación en una película, Retorno al país de las almas, rodada en Costa de Marfil.
Pero ahora, aquí, vamos a centrarnos en Socotra, una isla muy poco
conocida del Índico, a casi 400 kilómetros de las costas de Arabia,
frente al litoral de Yemen, un lugar rico por sus árboles del incienso y la mirra;
amado por los naturalistas, porque su flora y su fauna se mantienen
vírgenes, y también por los amantes de los cuentos y los sueños, porque
remite a aves mitológicas y a tronos de dioses, porque aparece en la
narración de Simbad el marino y es una de las paradas en los viajes iniciáticos de Marco Polo.
“Socotra, la isla de los genios” es un proyecto múltiple capaz de soprendernos, de hacernos olvidar el presente y transportarnos, como bien dice el autor, a un mundo en blanco y negro, un mundo antiguo donde las leyendas siguen latiendo y donde la lentitud y el silencio aún son posibles.
Detrás de
todo eso fue Jordi Esteva, buscador de misterios y de memorias. El libro
que tenemos entre las manos, y a partir del cual desarrollamos el
diálogo que viene a continuación, es una obra que tira del hilo del ayer
y lo acerca al ahora de un pueblo austero, noble y amistoso, que no acaba de conocer la importancia de su legado.
Narración de viajes y de aventuras, a la vez diario biográfico, de
exploración, que se convierte en una honda reflexión sobre la vida, a
través de sus páginas el viajero da cuenta de su inmersión en paisajes
ajenos que se acaban tornando familiares para él y que se convierten en
un puente hacia su propio interior.
A través de las rutas que traza, lejos de noticias apresuradas y de prejuicios, mirándose en el juego de sus espejos, el lector se acerca a un rincón de la cultura árabe, una cultura no siempre bien comprendida,
consciente de que una puerta se ha abierto y le permite el acceso a
usos y costumbres perdidos, a un modo de vivir que nada tiene que ver
con la velocidad y el vértigo de las sociedades occidentales. Señala
Esteva que para recopilar todas las historias de genios y espíritus
(“yins”) que encierra Socotra y que tanto le fascinan ha realizado “una investigación casi antropológica”;
confiesa que, después de experiencias y aventuras diversas por el
mundo, lo que le fascina es explorar la memoria de quienes han vivido en
épocas aún cercanas que están a punto de fenecer. Y asegura que, con
todos los materiales encontrados, a la manera de un alfarero, de un
escultor, ha pretendido modelar el barro, contar literariamente su
relato, trascender la información para hallar un sentido más profundo.
– En realidad, Socotra la isla de los genios
es un viaje doble: un viaje geográfico y un viaje espiritual,
transformador… Totalmente desconectado, en un entorno tan agreste, tan
austero, sin las comodidades a que tan acostumbrados estamos, confiesas
que te sentiste feliz, lejos de todo, de tus obsesiones y de tus miedos.
– Sí. En
el libro, a medida que se asciende, porque se trata de la historia de
una ascensión a los imponentes dedos de granito de Socotra, donde se
dice que vivía Urano y anidaba el Ave Roc, el Ave Fénix y todas estas
leyendas maravillosas, en mi interior, de alguna manera, se iba
produciendo un descenso. Cada vez soy más consciente de que para mí el
viaje no es tal si uno no regresa cambiado. Ese es el viaje que me
interesa. Si hablara de una iniciación quedaría un poco presuntuoso,
esotérico. Sonaría a Carlos Castaneda (risas), pero, ¿por qué no? Se trata de una iniciación desde el momento que no eres el mismo cuando regresas. Viajar no es transportarse, es intentar acercarse a una realidad diferente que te afecta, te influye,
se mezcla con tu propia biografía, con tus vivencias. Por ejemplo, mi
padre había fallecido hacía unos dos años y, como sucede a veces, el
duelo no me llegó justo en el momento en que se fue, sino un tiempo
después, cuando estaba con esta historia. Ahí empecé a sentir de verdad
su pérdida, a percibir más profundamente mis recuerdos en su compañía.
Esos recuerdos, inevitablemente, se depositaban en lo que estaba
escribiendo. Hay un momento que a mí me emociona especialmente que es
cuando me miro en el espejo y le veo a él. Durante el proceso tuve
dudas. Me planteé si debía ceñirme al viaje como tal, pero me dije: “No,
en este caso no. Voy a escribir lo que me apetezca, lo que quiera”. A
partir de ahí decidí darme mucha libertad y opté por
utilizar la técnica de las cajas chinas: una historia dentro de una
historia, dentro de una historia, que sin duda tiene sus complicaciones…
Pero lo principal es que tuve la voluntad de ser, como nunca antes,
muy libre al escribir. Me lo quise pasar muy bien, no hacer una cosa
convencional, ortodoxa, sino dejar que los dedos se escaparan por ahí,
solos, sin cortapisas.
En el libro, a medida que se asciende, porque se trata de la historia de una ascensión a los imponentes dedos de granito de Socotra, donde se dice que vivía Urano y anidaba el Ave Roc, el Ave Fénix y todas estas leyendas maravillosas, en mi interior, de alguna manera, se iba produciendo un descenso.
– ¿Cómo te pertrechaste para una
aventura de este tipo, para enfrentarte e inmiscuirte en una realidad
tan ajena? Porque no actúas como un mero observador, entras en el
relato, te conviertes en un personaje más.
– En esta
ocasión me ha servido mucho el “background” que tengo, porque he vivido
algunos años en Egipto y porque ya había escrito Los árabes del mar, un libro del que, en cierto modo, este podría ser un capítulo, aunque el tono es distinto. Pero, junto a todo eso, nada
hubiera sido posible sin la casualidad que me llevó a conectar con la
familia del depuesto sultán, del último sultán de Socotra.
Cuando se habla de un sultán aquí lo lógico es imaginar a una persona
extravagante, que vive en palacios de las mil y una noches, con
esculturas de oro, y tiene concubinas. Y para nada. Allí no es así. En
esa isla tan agreste, tan pobre, pese al título, el sultán era en
realidad un jeque de jeques encargado de impartir justicia y mediar en
casos de disputas territoriales, por el ganado o por lo que fuera, entre
las distintas tribus. La última palabra era siempre la suya y también
tenía el deber de reunirse –ahora mismo no recuerdo con qué frecuencia–
con todos los jefes y emitir dictámenes sobre los casos de brujería,
porque allí se seguía creyendo en las maldades de la brujería. Cuando se
sospechaba de que alguien era una bruja o un brujo se llevaba ante el
sultán y él, en compañía de religiosos, que eran expertos en el tema,
determinaba si debía someterse a la prueba de brujería. En caso positivo
esas personas eran llevadas al mar, con una piedra enorme atada al
pecho y otra a la espalda, sostenidas con una cuerda. Se las tiraba al agua y si se hundían eran inocentes
y de inmediato se las sacaba, pero si flotaban significaba que la
sospecha era acertada y entonces, según la gravedad de lo que hubieran
hecho, eran condenadas de una manera u otra, siendo muy frecuente el
destierro.
– Precisamente lo que cuentas de
introducir la propia vida en el viaje es lo que lo hace especialmente
enriquecedor. El material biográfico resulta esencial. También el Jordi
Esteva viajero ha ido cambiando a lo largo del tiempo y eso se refleja
muy bien en el relato.
– Sí. La parte biográfica es muy importante. Yo me utilizo a mí mismo como material de trabajo. Los árabes del mar
y otros libros los escribí a posteriori, después de haber vivido las
experiencias que se cuentan. Son el resultado de mis aventuras y
descubrimientos de juventud, de cuando era muy joven y decidí lanzarme
al mundo, vagar por ahí: por la India, por Sudán, por África… Pero esta
vez se trata de una obra más de madurez, más introspectiva. Ya no estoy
para grandes aventuras físicas, aunque realmente Socotra terminó siendo
un lugar muy duro, con rutas difíciles, casi inaccesibles en el
interior, dificultades que se superan ante la belleza de la isla, una belleza que te deja sin aliento,
con todas esas plantas y árboles, algunos endémicos; con el agua
limpísima, de un color turquesa, y, aunque parezca increíble, sin absolutamente un solo hotel, ni pensión, ni nada… Se trata de una geografía absolutamente virgen, que remite a los que podrían ser los primeros días de la Creación.
– Bueno, en el libro sugieres que
esa situación podría no durar demasiado. Te refieres a la construcción
de una carretera, al interés de determinados empresarios por montar
complejos turísticos algún día. La geografía tan caprichosa e indomable
les está parando, pero…
– Así es,
exacto. Hago referencia a todo esto, pero, en realidad, la recreación de
la belleza de la isla no ha sido mi principal objetivo. He querido huir de ese momento un poco National Geographic.
No puedo dejar de reflejarlo, pero lo que me ha interesado de verdad es
centrarme en las leyendas y los mitos en los que los pastores siguen
creyendo. Eso es lo que más me atrajo: el espíritu, el lado como
neolítico, que conserva este lugar donde todavía se acuerdan de hacer
fuego con bastoncillos, viven en cuevas y cuentan historias de
serpientes monstruosas. Fue todo eso lo que a mí me fascinó. De ahí que
en las fotografías, en la película, todo sea en blanco y negro. He
prescindido de lo que consideraba superfluo para ir al corazón del
asunto.
– La reivindicación de la memoria
es evidente. Si algo transmite tu libro es que no son las
localizaciones exóticas, sino las historias, las leyendas, las palabras,
lo que define a un lugar, a un pueblo.
– Sí. A mí me interesa mucho la memoria. Me atraen los mundos que desaparecen y me encanta escuchar a los ancianos,
las historias tan fabulosas que cuentan, relatos que muchas veces sus
hijos no quieren escuchar. Suelen ser los nietos los que se interesan
por ellos, pero puede suceder que cuando quieren conocerlos ya es
demasiado tarde. Es la memoria, sí, todas esas historias que acabarán
desapareciendo, lo que me motiva y, además, en Socotra hay un factor
añadido, ya que se habla un idioma muy antiguo, muy desconocido, el socotrí, que es una lengua semítica, del tronco sudarábigo, relacionado con algunos dialectos de Yemen y de Omán, con el idioma de la iglesia copta de Etiopía y también con el antiguo sabeo, cuyos orígenes remiten al legendario reino de Saba,
nada menos. El socotrí no se escribe y esto es un problema, porque
significa que pronto desaparecerá, ya que las nuevas generaciones
–Socotra ahora pertenece a Yemen– se están arabizando muy rápidamente y
ya no hablan el socotrí puro sino una especie de mezcla con el árabe.
Lo que más me atrajo fue el espíritu, el lado como neolítico, que conserva este lugar donde todavía se acuerdan de hacer fuego con bastoncillos, viven en cuevas y cuentan historias de serpientes monstruosas. Fue todo eso lo que a mí me fascinó.
– Entonces son los ancianos del lugar quienes lo mantienen incontaminado…
– Sí. Son
los ancianos, sobre todo los de la montaña, los que lo hablan en toda su
pureza. Son ellos a quienes fui a buscar en este viaje. Otra casualidad
quiso que, con ayuda de las redes sociales, fuese a dar con un
antropólogo ruso que en la época soviética trabajó allí. Le envié la
película de Socotra con un poco de miedo, porque a veces he tenido
conflictos con algunos antropólogos que me han visto como un intruso
(ellos estudian principalmente desde la universidad, mientras que yo me
voy allí, al campo; vivo con las personas que trato; como sus mismas
comidas; duermo en sus cuevas …) Pero con este hombre pasó todo lo
contrario. Me sorprendió con comentarios muy bonitos sobre la película,
que no voy a repetir porque resultaría muy pretencioso y me dijo: “Mira,
aunque la película estuviera desenfocada o mal rodada; aunque el guión
no se aguantara, lo que seguiría siendo muy importante es que se trata del primer y último documento rodado en la lengua socotrí,
una lengua que va a desaparecer. Eso fue muy importante para mí y,
además, ahora es imposible seguir trabajando sobre el terreno porque hay
una guerra civil horrible en Yemen, aunque se hable poco de ella en los
medios occidentales, una guerra entre facciones rivales, por una de las
cuales ha tomado partido Arabia Saudí, al frente de
una coalición internacional que inició los bombardeos hace algo más de
un año y medio. Aunque Socotra no ha sido bombardeada, hay graves problemas de desabastecimiento, a los que se suma el efecto de dos devastadores huracanes
que destrozaron muchísimo la isla. Actualmente no se puede llegar hasta
allí, no hay vuelos… Estos pobres ancianos que son amigos míos irán
desapareciendo por ley natural. Igual no vuelvo a verlos.
– ¿Me puedes contar un poco cómo fue el proceso? ¿Cómo pasaste del libro a la necesidad de hacer la película?
– Bueno, ha sido un proceso largo. Empecé a escribir el libro en 2005 y la última vez que estuve en la isla fue en 2015,
pocos meses antes del estallido del conflicto armado en Yemen. Fueron
tres los viajes que hice a Socotra en un principio. Como te comentaba
antes es muy duro moverse hacia el interior de la isla, porque hay que
caminar por zonas muy escarpadas y sólo se puede ir bien con camellos,
que son los que transportan las cosas. Durante esos primeros viajes fui a
pie, sin filmar nada. Iba simplemente grabando las conversaciones,
haciendo fotos en blanco y negro con película analógica, con los rollos
de antes, porque lo que buscaba era captar imágenes de momentos en los
que la luz no era buena, para resaltar toda la parte onírica que emana
del lugar. En esos viajes recopilé todo el material que me sirvió para
elaborar el libro. Lo que pasa es que no lo publiqué hasta 2011, porque
por cosas de la vida me salió la oportunidad de ir a rodar una película
en Costa de Marfil sobre las celebraciones de trance y la posesión, Regreso al país de las almas. Y,
ya a finales de 2014, 2015, sentí unas ganas terribles de regresar a
Socotra y ver qué había pasado con los ancianos cuyas historias tanto me
gustaban. Echaba en falta vivir en aquellos espacios tan incontaminados, con cielos en los que no se veía jamás ni un solo avión, salvo el semanal que venía de la ciudad yemení de Mukala;
con un mar en el que no se veía jamás ni una sola luz, ni barcos, ni
nada de nada… Necesitaba volver a aquellas montañas, con esos árboles
tan peculiares; recuperar la sensación de estar en el nacimiento de
todo. Fue esa añoranza la que me hizo regresar para hacer la película.
Ese último viaje ya fue una aventura diferente porque el cine es
manipulación y necesitas un equipo, nada que ver con los viajes en
solitario. Ya hacen falta dos o tres personas como mínimo y un
generador, porque hoy en día todo lo digital, que parece tan moderno,
necesita corriente… La infraestructura se complicó, se hizo más
aparatosa, pero, en el fondo, lo que yo buscaba era revivir esos
momentos tan especiales, tan intensos, que había vivido cuando escribí
el libro. No podían ser lo mismo, era imposible en las nuevas
circunstancias, pero tenía que encontrar otra vez a todos esos viejos que había conocido y que me habían contado sus historias.
Tenía que pedirles que volvieran a hacerlo, dejando espacio,
naturalmente, a la casualidad para que entrara en la historia filmada.
– Todo es muy austero también en
la película. No hay voz en off sino subtítulos. Se realza el sonido de
la lengua, incluso el silencio. Parece que hubiera sido rodada hace
siglos.
– Sí. Es
precisamente lo que buscaba, resaltar las historias, el sonido de la
lengua, los gestos, la rotundidad de los paisajes. Y, además, hay una
gran diferencia con el libro: yo no quise aparecer en la película, por lo tanto faltan las reflexiones, la introspección. Los protagonistas absolutos son los viejos de Socotra y sus relatos. El libro y la película son dos cosas distintas.
Cuando uno escribe está muy bien introducir las experiencias del yo,
pero lo urgente con el documental era hablar de una cultura que está
desapareciendo. Fue por eso que me lancé a la aventura, aunque en algún
momento me planteé si difundiendo esta isla no estaba ayudando, de algún
modo, a destruirla; por lo que hablábamos antes de la atracción
turística. ¿No estaré contribuyendo a que haya personas, turistas,
aunque sean de aventura, que quieran ir a conocerla?, me preguntaba. Me
preocupaba la contaminación del medio ambiente, claro, pero también era
consciente de que cuando una sociedad tecnológicamente más avanzada
visita otra que no lo está tanto, siempre hay un problema para la menos
avanzada. Todas esas inquietudes me quitaban un poco el sueño, pero, al
mismo tiempo, pensaba que se trataba de una cultura con un idioma que
estaba desapareciendo y que había que preservar de algún modo.
– ¿Cuáles fueron tus primeras referencias de la isla? El libro comienza de una manera muy literaria. “Algunas
noches, cuando el sueño tardaba en acudir, hacía girar la bola del
mundo y la detenía con el dedo. Una madrugada, la paré en un punto
minúsculo entre África y Arabia. / La isla de Socotra…”
– Siempre ha sido para mí un lugar enigmático, mítico, poblado de leyendas. Los griegos ya hablaban de Socotra… Herodoto dijo que el Ave Fénix procedía de allí
y los árabes siempre hicieron mención al Ave Roc, que seguramente
habitaba en la isla. Hay muchas leyendas y también están los relatos de
Marco Polo y las menciones a Zeus y Urano, que tuvieron su templo y su trono en la isla. Incluso Gilgamesh
fue a buscar todo eso… Se pueden rastrear unas historias fabulosas, que
se suman a las narraciones que los árabes difundieron sobre islas que
aparecían en la niebla y atraían a los barcos a sus agrestes costas,
succionándolos con su magnetismo y haciendo que estallasen y se
hundieran para siempre. Al respecto, ya más real, hay una historia
paralela que tiene que ver con el monopolio de las especias en el Índico, un comercio lucrativo, increíble, que proporcionó en su día una riqueza asombrosa. Los árabes, que incluso llegaron hasta China comerciando,
nunca hicieron, a diferencia de otras culturas, tratados de navegación
ni les interesó para nada difundir sus secretos y sus proezas. Lo que
ellos querían era conservar el secreto del funcionamiento de los
monzones en ese océano, no contar a nadie más cómo aprovechaban los
vientos para que les fueran favorables y no destruyeran sus
embarcaciones. Les venían muy bien todas esas historias de catástrofes, de leyendas y de monstruos,
porque impedían que otros pueblos, otras culturas, acudieran a
fisgonear y a romper su monopolio, que, de hecho, fue lo que provocó la
era de los grandes descubrimientos, las expediciones desde Portugal y
Castilla en busca de la ruta de las especias.
– Lo que resulta curioso es que
los propios socotríes no conocen su legado ni valoran lo suficiente esa
memoria tan fascinante. Como cuentas en el libro, las imposiciones desde
fuera: primero por parte del régimen comunista, cuando la isla
perteneció a la República Democrática Popular de Yemen del Sur, y luego
por los imanes, tras la unificación con el Yemen del Norte en 1990, han
contribuido también a que las tradiciones, las leyendas, el legado de la
isla, se pierda.
– Así es.
Las historias y las costumbres tradicionales están mal vistas por los
jóvenes, porque dicen que son cosas de embusteros, tonterías de viejos.
Actualmente, los religiosos, los imanes, las consideran supersticiones, y
lo mismo sucedió antes, con el régimen comunista de Adén, que rigió
durante una etapa el destino de los socotríes y que también los tachaba
de primitivos. Todo esto me estimulaba aún más a dejar constancia de la
existencia de esta cultura, que es una manifestación más de la aventura
del hombre. Me convencí de que tenía que defenderla para que no se perdiera del todo,
que ahí tenía que estar mi principal prioridad, más allá del destino de
las playas y demás. Y ya con el estallido de la guerra, lo tuve todavía
más claro. Cuando el antropólogo soviético me dijo que se trataba del
primer y último documento, mis conflictos se terminaron. Entonces me
dije: “Adelante, no tengo que tener ningún problema”.
Las historias y las costumbres tradicionales están mal vistas por los jóvenes, porque dicen que son cosas de embusteros, tonterías de viejos. Actualmente, los religiosos, los imanes, las consideran supersticiones, y lo mismo sucedió antes, con el régimen comunista de Adén, que rigió durante una etapa el destino de los socotríes y que también los tachaba de primitivos.
– ¿En qué ha cambiado la isla, la vida de sus gentes, tras la unificación de Yemen?
– Con el régimen comunista de Yemen del Sur
hubo una cierta apertura hacia el laicismo, difícil en una isla tan
tradicional. Los gobernantes marxistas impulsaron iniciativas muy
positivas a nivel social en la sociedad yemení. Cuidaron la sanidad y en educación fomentaron que las niñas fueran a la escuela. Sobre todo en Adén, la mujer tenía una libertad que jamás gozó en el Norte y hasta llegó a haber ministras.
Todo esto lo percibieron los socotríes, desde luego, pero, a la contra,
desde un punto de vista marxista puro les tachaban de supersticiosos,
de charlatanes. Se prohibió a los curanderos ejercer su labor, aunque
siguieron practicando a escondidas, y lo peor es que les hicieron
avergonzarse de su propia cultura. Y aún fue peor tras la unificación;
cuando llegaron los imanes de Saná imponiendo un
Islamismo más allá de lo ortodoxo: muy rigorista, deformado, estrecho,
combativo. Eso ya fue un poco la estocada. En el Islam se reconoce la presencia de los “yins”, de los espíritus,
y ahí la cosa no fue a peor, pero, en cambio, en cuanto a la mujer se
presionó mucho para que se vistiera de negro y mostrara sólo los ojos,
como ocurre en las calles del Yemen del Norte. En Socotra las mujeres siempre habían ido de colores,
recatadas, sí, porque son musulmanas, pero con la cara descubierta y
ataviadas con ropas de color. Yo en estos años, desde 2005 a 2015, he
visto un cambio muy fuerte, un trabajo muy sucio, muy reaccionario,
llevado a cabo por los imanes. Al principio pude conocer a las mujeres
de algunos de los jeques de la montaña. Recuerdo que por la noche, en
esa especie de competiciones poéticas tan bonitas que se hacen entre
varios clanes, ellas participaban y al final se acababa bailando una danza muy peculiar, muy extraña, a saltitos.
Yo llegué a acabar bailando sin problema alguno con la mujer de uno de
esos jeques. Pero, en cada viaje, de los seis que hice, notaba que los
bailes disminuían y que se veía a menos mujeres. Y, ya al final, cuando
fui a rodar la película, casi no pude verlas. Esta concepción del Islam
tan fanática –no quiero atacar a un Islam más abierto- ya había hecho su
trabajo.
– Al leer el libro me ha llamado
mucho la atención que los espíritus malvados, los “yins” que aparecen en
las historias que te cuentan, son femeninos en su mayoría…
– Sí. Así es. Hablamos de una sociedad patriarcal, islámica, machista,
en la que las mujeres están relegadas. Y en Socotra, pese a que gozaban
de cierta libertad, la imagen de la mujer que prevalece en los relatos
es la de la mujer mala, perversa, devoradora de hombres. Son los tópicos
de este tipo de sociedad. Abundan por tanto los “yins”
femeninos, pero también los hay masculinos, y aquí también nos topamos
con el machismo, porque estos son mucho más fuertes y más malos que los
femeninos. Antes comentaba que cuando rodé el documental apenas me
encontré con mujeres, y para ser del todo justos, objetivos, hay algo,
que, sumado a todo lo ya expuesto, también pudo influir. Rodamos un poco
antes de los monzones, cuando los hombres del interior, que son
pastores, cabreros, habían subido a la montaña a preparar los pastos y
adecentar un poco las cuevas antes de mandar a buscar a la familia. Las
mujeres se habían quedado abajo cuidando de los niños y de los animales
pequeños; solo pudimos ver a alguna anciana y a alguna niña. Esto hay
que tenerlo en cuenta, sin restar por ello argumentos a la influencia de
los imanes de Saná, que han acentuado el apartamiento, el ocultamiento,
de las mujeres, dentro de lo que ya era una sociedad patriarcal y por
tanto machista. En realidad, yo he tenido acceso al mundo de los
hombres, y no necesariamente por ser hombre; a una mujer occidental le
pasaría lo mismo, porque lo que no permiten para nada es que sus mujeres
accedan a otras ideas. Yo no sé de lo que hablan ellas cuando se reúnen, no sé qué historias cuentan.
A lo mejor hablan de “yins” masculinos, de espíritus que se transforman
en hombres malos que las quieren violar o devorar. No sé… Me falta esa
otra parte de la historia, la historia contada desde el punto de vista
femenino.
En Socotra las mujeres siempre habían ido de colores, recatadas, sí, porque son musulmanas, pero con la cara descubierta y ataviadas con ropas de color. Yo en estos años, desde 2005 a 2015, he visto un cambio muy fuerte, un trabajo muy sucio, muy reaccionario, llevado a cabo por los imanes de Saná.
– Antes señalabas que la casualidad ha jugado un papel muy importante en toda la aventura de Socotra.
– Sí. Y
eso es algo que me gusta recalcar. Este trabajo ha sido posible gracias a
una serie de casualidades, porque no es fácil llegar a sociedades tan
cerradas, resulta complicado que te abran sus puertas. A mí lo que me
ayudó fue conocer a la familia del sultán, sobre todo al hijo y al
nieto. Con ellos tuve la oportunidad de irme introduciendo poco a poco
en su mundo. Tenía a mi favor, además, haber vivido en Egipto, en los
oasis… Conocía las claves de las sociedades tradicionales islámicas apartadas, remotas,
y sabía lo que se podía hacer y lo que no. Comer con las manos y
tocarse los pies mientras se está comiendo es algo normal, por ejemplo.
Hay unas reglas que te indican hasta dónde se puede llegar y es
necesario conocerlas. Gracias a eso empecé a hacerme amigo de la gente y
establecí una relación con los ancianos, de manera que en cada viaje el
contacto era mucho más estrecho. Al final, cuando decidí ir a rodar,
prácticamente el 80 por ciento de las personas que salen en el
documental ya eran amigos y conocidos. Ya no se sentían molestos ante la
cámara ni nada. En el primer viaje se sentían incómodos cuando les hacía fotos,
pero cuando se dieron cuenta de que a mí lo que me interesaba era la
memoria y que lo que buscaba era escuchar cosas que nadie más quería
oír, se rompió el pudor, la desconfianza. Durante la película casi
hacíamos lo que nos daba la gana con la cámara y nadie se molestaba. Sin
esa relación tan larga eso hubiera sido imposible.
– Hablando de la necesidad de
preservar la memoria… ¿No te parece curioso, más bien penoso, que en
sociedades tan tecnologizadas como las nuestras, en las que la
información se mueve a una velocidad de vértigo, la desmemoria sea uno
de los grandes males?
– Es que no sabemos nada… Yo he aprendido mucho de esta gente, entre otras cosas aprendí que hay que escuchar a los ancianos. Antes hablaba de mi padre, pues resulta que mi padre explicaba unas historias interesantísimas sobre la Guerra Civil, sobre las cosas terribles que vivió con el general Líster...
Pero yo no las quise oír, porque me parecían batallitas y porque de
joven todo lo que tenía que ver con la guerra me parecía pesado y
prefería no saber nada, olvidarlo. Tampoco le hice el caso suficiente
cuando relataba cosas de su familia, cosas extrañas, porque toda familia
tiene sus secretos. No me quise parar a escucharlo con detenimiento y,
claro, al morir fue como si toda esa memoria se hubiera quemado, como si
un ordenador con información esencial se hubiera fundido haciendo
desaparecer documentos de enorme valor. En el caso de mi padre yo me
quedé sin acceso a todo un depósito de vivencias, y aquello, con el
tiempo, ha sido para mí algo traumático, porque ahora me gustaría
escribir algo sobre él, que era un a persona bastante contradictoria
pero interesante. Pero me robaron los discos duros… De todo esto fui
consciente mientras recopilaba las historias de los ancianos de Socotra.
Hace poco me invitaron en San Basilio de Palenque, una zona muy afro de Colombia,
a que pasara la película de las almas, de los espíritus, y me gustó
mucho la experiencia porque impartí un seminario –en un sitio
fantástico: con una sábana colgada con pinzas, con las gallinas entrando
y saliendo…– y pude decirles a los chicos y chicas que querían aprender
a hacer cine que lo primero era conseguir una cámara y ponerse a filmar a sus viejos,
a sus abuelos o abuelas. Tenían que registrar sus historias, sus
recuerdos, porque cuando muriesen todo eso se iba a perder. Logré
transmitirles lo que yo había aprendido: que eso era lo realmente
importante; que la técnica ya la aprenderían más tarde.
– Una de las cosas que transmite
tanto el libro como el documental es el peligro de la generalización,
las asociaciones que suelen hacerse entre el Mundo Árabe y el fanatismo o
el Mundo Árabe y el terrorismo. Por eso precisamente este acercamiento,
este conocimiento de la Historia, la sociedad, la cultura de Socotra,
demuestra que la realidad árabe es muy amplia y diversa. Por eso resulta
tan interesante y tan necesario.
– Sí. La
verdad es que nosotros ahora mismo, desde los atentados del 11 de
septiembre, tenemos una visión muy sesgada, muy interesada. A partir de
la caída de las Torres Gemelas se impuso el discurso de que, acabado el
comunismo, el nuevo enemigo era el Islam. Siempre se necesita un
enemigo, la industria armamentística y demás lo demandan y, bueno,
sabemos que los fanatismos se retroalimentan; incluso no sólo se retroalimentan sino que llega un momento en que se hacen amigos. El tema es muy complicado, pero ahí está la conexión entre el lobby petrolero Bush con Bin Laden, que tan bien explica Michael Moore en su documental Fahrenheit 9/11.
Y también tenemos información sobre extraños movimientos, por decirlo
de alguna manera, de los Emiratos, de Arabia Saudí, que han desembocado
en las acciones violentas de los talibanes o incluso en la formación de Isis. No voy a ser tan derrotista y decir que Arabia Saudí y Qatar
están financiando al Estado Islámico, pero lo que sí es cierto es eso
de que de tales polvos estos lodos. Se ha fomentado con demasiados
petrodólares a todos esos imanes que predican desde las mezquitas y el
resultado lo estamos viendo. El juego de intereses, el cinismo en todo
esto es muy evidente. Ahora, por ejemplo, ni a EEUU, ni a Europa, les interesa que los kurdos combatan al terrorismo. Podrían conseguir, con sus mujeres al frente, una victoria aplastante, pero hay acuerdos con Turquía encima de la mesa
que son los que marcan el rumbo y a Turquía, que para nada quiere el
reconocimiento del pueblo kurdo, no le conviene permitir esa victoria.
Turquía niega la realidad kurda, niega su cultura, del mismo modo que
sigue negando el genocidio armenio. No les costaría nada reconocer y pedir perdón por algo que ocurrió ya hace cien años, pero…
La verdad es que nosotros ahora mismo, desde los atentados del 11 de septiembre, tenemos una visión muy sesgada, muy interesada. A partir de la caída de las Torres Gemelas se impuso el discurso de que, acabado el comunismo, el nuevo enemigo era el Islam.
– ¿Qué has aprendido después de
tantos años de relación, de contacto, con el mundo árabe? Si tuvieras
que explicarle a alguien que se pone a la defensiva de inmediato, en
cuanto sale el tema, los aspectos positivos de esa cultura, de esa
sociedad, ¿qué le dirías?
– Bueno, yo creo que en estos momentos las sociedades árabes están atravesando por una fase de enfermedad social y política,
como sucedió en Europa durante las oleadas fascistas de los años 30 del
siglo pasado, algo que por otra parte, no olvidemos, está asomando de
nuevo. También aquí estamos atravesando una etapa de regresión en muchos
aspectos. No somos quienes para juzgar con tanta facilidad… Pero
volviendo a la pregunta: Cuando yo estaba en Egipto y regresaba a España
cada cierto tiempo, me sorprendía mucho ver por televisión, ya en los
años 80, el tratamiento que se daba a las sociedades árabes, como si
sólo hubiera barbudos con el Corán en las manos y mujeres veladas. El Cairo en el que yo viví era una sociedad moderna.
Allí trataba con gente no muy distinta de la que me encontraba aquí, en
Madrid o Barcelona, gente abierta, avanzada, atea o agnóstica, del
ámbito del arte, de las letras… Por eso quise hacer un libro que se
llama Mil y una voces, para decir que dentro del Islam, entendido no como religión, sino como civilización, hay distintas voces,
distintas concepciones, no sólo una. Pero normalmente estas voces más
tolerantes, más laicas, quedan apagadas por todo el griterío que hay.
Para quebrar esa idea decidí hacer entrevistas a escritores, a mujeres
directoras de cine, etcétera. Quería retratar un poco la otra cara de
estas sociedades, mostrar la lucha de mucha gente por acabar con el
fanatismo.
– Pero las cosas han cambiado. La situación hoy es muy distinta.
– Sí, claro. El drama de Egipto, a grandes rasgos, arranca del fracaso de Gamal Abdel Nasser y su panarabismo. Había mucha demagogia ahí, corrupción y todo lo que quieras, no lo voy a negar, pero también una voluntad modernizadora
y de atención a lo social, una voluntad de otorgar a la mujer un papel
cada vez mayor, de promover la cultura… Pero Nasser fracasó en su
política, quizá demasiado agresiva respecto a Israel, ante quien fue derribado en la Guerra de los Seis Días,
y, desgraciadamente, tras su muerte, se inició el ascenso de Arabia
Saudí, con sus millones y millones de petrodólares, seguido de sus
comparsas del Golfo Pérsico, quienes empezaron a subvencionar la visión más reaccionaria del Islam, a fomentar todas esas mezquitas desde Mali
hasta los suburbios de las ciudades occidentales, contando, encima, con
el beneplácito estadounidense. Se ha creado un monstruo, un aprendiz de
brujo, que ahora es muy difícil de desactivar. Y todo esto acompañado
de un discurso muy arabofóbico, lo cual es terrible
porque hablamos de una cultura muy intrincada con la occidental, con la
española, muchísimo. Todos los científicos de la época del Al-Andalus
eran árabes… Ellos impulsaron las matemáticas, la astronomía, la
medicina, la filosofía… Ha habido cosas muy positivas… Luego
tecnológicamente se fueron quedando muy atrás y en el siglo XIX los
intelectuales árabes, que se habían quedado rezagados respecto a
Occidente, alentaron un movimiento denominado Al-Nahda, que nació en Egipto y en El Líbano
para intentar poner al día su cultura. Pero esas voces renovadoras, que
tuvieron ahí su origen, ahora se han quedado totalmente silenciadas por
el vociferío de las mezquitas.
Arabia Saudí, con sus millones y millones de petrodólares, seguido de sus comparsas del Golfo Pérsico, empezaron a subvencionar la visión más reaccionaria del Islam, a fomentar todas esas mezquitasdesde Mali hasta los suburbios de las ciudades occidentales, contando, encima, con el beneplácito estadounidense. Se ha creado un monstruo, un aprendiz de brujo, que ahora es muy difícil de desactivar.
– ¿Si quitamos todo ese vociferío con qué hemos de quedarnos?
– Bueno, lo primero que hay que tener en cuenta es que se trata de sociedades que no son democráticas, porque las revoluciones árabes sólo han triunfado en Túnez,
que es el país más moderno, donde la mujer ha tenido una situación
mejor desde la época poscolonial y donde existe un estatuto de la
familia muy interesante, si lo comparamos con los países vecinos, que
actualmente son dictaduras puras y duras. Ahora Siria no existe, Irak tampoco…
Eran los países más importantes dentro del mundo árabe junto a Egipto,
que es el que más conozco, y que ahora está bajo una dictadura militar.
Es muy difícil hablar en El Cairo de hoy. Según lo que digas puedes
acabar en la cárcel, como en la época de Mubarak o Sadat,
peor incluso, porque hay espías por todas partes. Es muy difícil para
los intelectuales, para cualquier persona, alzar la voz porque
directamente te vas a la cárcel o, lo que es aún más grave, desapareces.
Hay desaparecidos otra vez. Es un momento horroroso. Desde aquí
pensamos que las poblaciones están de acuerdo con todo, que no
protestan, pero es que no pueden. Es como en el Chile de Pinochet o en la España franquista. Excepto Túnez y hasta cierto punto Líbano y Marruecos, los demás países del mundo árabe son dictaduras absolutas y terribles.
Y luego tenemos Turquía, que está derivando hacia una dictadura, con
Erdogan ejerciendo un chantaje sobre Europa. Cabría preguntarse si
Turquía se habría modernizado y habría respetado más los derechos
humanos de haber entrado en la UE. No lo sabemos. En Europa el problema es que no hay una sola voz y que en sus relaciones con el mundo árabe ha actuado muy egoístamente, igual que Estados Unidos.
Lo que les ha interesado hasta hace muy poco era el petróleo barato y
con tal de conseguirlo han llegado a acuerdos, a pactos, muy dañinos.
– Pero, por todo lo que cuentas,
en lugares como Socotra es posible quitar ese ruido y encontrar algunas
de las virtudes de la cultura árabe.
– Sí. Por supuesto. Lo primero que me llamó la atención es el respeto, la añoranza que sentían por el sultán, porque el sultán para ellos significaba la libertad que habían tenido, su esencia, su idiosincrasia como país, como nación, casi como isla, porque Socotra, desde 1.500 o así, era un sultanato, un sultanato de Socotra y Mahra, que es una región que está entre el Yemen y Omán. Ambas eran el mismo reino y eso duró hasta hace poquísimo, hasta 1967, con un breve período de presencia portuguesa
y posteriormente un protectorado británico, donde se mantuvo el
sultanato. Hoy los mayores sienten nostalgia de los viejos tiempos,
dicen que la vida entonces era más fácil, no se identifican para nada
con los yemeníes. Y la generación más joven lo ha escuchado de sus
padres. Yemen está muy lejos para ellos. En la etapa
marxista a la isla no iba nadie, nadie se ocupaba de ellos, y luego los
imanes sólo lo han hecho para imponer normas, restricciones. En cambio, el sultán recorría cada año la isla, montado en un burro,
con un paraguas negro, en compañía de un séquito formado por unos
cuantos esclavos sudaneses que lo defendían y por un grupo de hombres
expertos en derechos y asuntos esotéricos, de brujería. Visitaban la
isla de poblado en poblado y hablaban con la gente de sus problemas y de
sus inquietudes. Para los socotríes todo eso es algo aún muy cercano y
todos se acuerdan de que el sultán se alojaba en sus casas. Aunque el
último sultán fue depuesto y estuvieron a punto de matarlo en una
rebelión, aunque su familia no tiene absolutamente ningún poder
político, ni siquiera económico, porque son muy pobres –su casa es un
poquito más grande que la de al lado y si acaso tienen cuatro cabras
más– para mí ir con ellos era como pronunciar unas palabras mágicas que me abrían todas las puertas, cuando había puertas, porque lo que más hay es cuevas. El prestigio que sigue teniendo la familia del sultán es muy fuerte.
– Abdelwahab, uno de los
protagonistas, dice que los socotríes han sido ecologistas desde
siempre, que han tomado sólo lo necesario de la tierra para encender un
fuego o cocinar, que jamás han talado árboles, sino utilizado sus ramas
secas o sus troncos muertos. “No acaparamos. Incluso, cuando de tarde
en tarde, matamos una cabra para una celebración, pedimos perdón a Dios
por segar una vida creada por Él”, recoges sus palabras. El
contacto con la naturaleza, el espíritu ecologista, la hospitalidad,
supongo que son aprendizajes que también te has traído en la maleta.
– Por supuesto. Así es, así lo cuento. La amistad entre los socotríes es asombrosa
y también la hospitalidad. Y su respeto por la naturaleza es admirable.
Para ellos la isla es una farmacia. Recuerdo que cuando a un miembro de
una de las expediciones le dio un pisotón un camello, enseguida dieron
con la hierba adecuada para tratarlo… El conocimiento que tienen de las
plantas es increíble.
– Hay un momento en el que
confiesas que, en ocasiones, en distintos lugares, has sentido que la
opresión de una sociedad coartada por la religión te sofocaba. Hablas de
sensaciones de amor y rechazo que se sucedían y se solapaban a lo largo
de un mismo día.
– Sí. Y todo esto tiene que ver con mi rechazo a las imposiciones.
Me molestan las ideologías impuestas, los rezos impuestos. Como persona
profundamente laica que soy, creo en la espiritualidad y me gusta
encontrarla en algunos textos religiosos, pero me da mucho miedo la
afirmación de que no existen más dioses y la absoluta negación de otros
dogmas, esta exclusividad expandida por todo el mundo de que “si no
crees en lo que estoy diciendo no eres de los nuestros”. Y lo que más
vértigo me produce es que todo esto se ha ido repitiendo como un mantra
cinco veces al día desde hace 1.400 años. Una vez, un intelectual
tunecino, experto en derecho islámico, al que le pregunté si el Islam era compatible con la Democracia
me preguntó si el cristianismo lo era. Y me explicó que todas las
libertades que disfrutábamos en Occidente se habían logrado en contra de
la Iglesia, que todo el proceso de separar la Iglesia del Estado había
sido una lucha constante, horrorosa, que aún dura en muchos lugares, en Polonia, en Irlanda, incluso, en algunos aspectos, en España… Es muy interesante reflexionar sobre todo esto.
Me molestan las ideologías impuestas, los rezos impuestos. Como persona profundamente laica que soy, creo en la espiritualidad y me gusta encontrarla en algunos textos religiosos, pero me da mucho miedo la afirmación de que no existen más dioses y la absoluta negación de otros dogmas.
– También dices que, con los años, la fascinación por el mundo árabe ha ido disminuyendo.
– Claro, eso va unido a todo lo anterior, pero, en realidad, el apagamiento de las fascinaciones tiene un poco que ver con hacerse viejo.
No me pasa sólo con el mundo árabe, me pasa con casi todo. Siento una
especie de decepción, de desilusión respecto al mundo. Hay tal exceso de
información y al mismo tiempo tanta desinformación… Cada vez se
investiga menos. Todo es muy wikipedia, refritos de refritos de
refritos. Lo digital es muy inmediato, nos cuesta escuchar temas
musicales enteros, todo es a trocitos; casi no leemos porque preferimos drogarnos con el mundo tecnológico
y estamos demasiado atentos a las redes, a lo que sucede fuera,
mientras que leer exige un gran esfuerzo y concentración. Todo esto me
decepciona. No está hecho a mi medida. A mí me daría mucha pereza ser un adolescente en este momento,
la verdad. Sé que ahora mismo, diciendo todo esto, parezco un viejo,
pero no me importa, es lo que soy. Si miro atrás me gustan muchas de las
experiencias que he vivido. En los 60, cada cuatro meses o cinco,
aparecían cosas extraordinarias en el ámbito de la cultura: un disco,
una película, un libro, que eran capaces de transformar la percepción
sobre el mundo, pero ahora…
– Bueno, todavía es posible
viajar a lugares donde el tiempo prácticamente se diluye y todavía, pese
a todo lo que cuentas, hay lectores capaces de valorarlo, de apreciar
esta expedición a Socotra.
– Yo lo
que hago ahora, y espero no resultar muy repetitivo, es viajar a través
de la memoria de los ancianos, porque viajar como lo hacía antes ya no
me sirve. En el pasado cuando se iba a un país lejano uno podía perderse.
No existía Internet, ni siquiera el fax ni la televisión por satélite y
viajar era prácticamente entrar en otro mundo. Pero ahora en cualquier
sitio, en cualquier pensión de mala muerte en el país más lejano que
podamos imaginar, tienes una televisión con la CNN emitiendo todo el rato, o los canales franceses, o Al Jazeera,
o la televisión rusa… En Socotra conseguí desconectar, sí. Es de los
pocos lugares… Allí, además, el nexo con el mundo antiguo, un poco con
lo primordial, con lo atávico, es esencial, y realmente era lo que a mí
me atraía. No se trataba para nada de conocer un lugar exótico sino de
recuperar un poco al pasado.
– En su novela El cielo protector
Paul Bowles establece la diferencia entre el auténtico viajero y el
turista. ¿Hoy es cada vez más complicado ejercer de viajero?
– Lo es.
En esos viajes de los que te hablaba antes, y que ahora, pese a estar
cerca el tiempo, resultan tan del pasado, cuando llegabas a un
territorio nuevo, te encontrabas frente a una cultura desconocida y era
la gente la que te ponía al día sobre sus costumbres, interesándose a la
vez por las tuyas, pero con el tiempo lo que ha pasado es que viajamos
con nuestros prejuicios a cuestas. Podemos recorrer miles de kilómetros
para corroborar nuestros prejuicios y las personas que viven en el lugar
al que llegamos ya apenas muestran curiosidad porque se creen que lo
saben todo a través de la televisión. A mí en Yemen, en Sudán, han llegado a preguntarme auténticas barbaridades,
porque como han visto películas muy violentas, que son las que se
exportan, se creen que en Occidente todo es una masacre por la calle y
que en cuestión de sexo todo está permitido. Ya nadie se interesa realmente por el otro,
porque creemos conocerlo todo. Igual que nosotros mezclamos y
tergiversamos las cosas, ellos, a la inversa, también lo hacen. Hay un
conflicto evidente, una falta de entendimiento, de diálogo entre
culturas…
Hoy viajamos con nuestros prejuicios a cuestas. Podemos recorrer miles de kilómetros para corroborar nuestros prejuicios y las personas que viven en el lugar al que llegamos ya apenas muestran curiosidad porque se creen que lo saben todo a través de la televisión.
– ¿Con este libro das por concluido el capítulo del explorador, del viajero? ¿Volverás a Socotra?
– Bueno, no. Me quejo de cansancio, de que no puedo más, pero la verdad es no soy muy de fiar (risas) porque ahora estoy trabajando en Colombia, en el departamento del Chocó,
sobre una comunidad afrodescendiente que ha perdido la conexión
espiritual con su continente de origen, pero que también es poseedora de
un mundo fascinante, con gente que se pone a volar y cosas así. En
estos momentos es la memoria de los viejos de allá la que estoy
intentando apresar. El explorador sigue en pie, pero si creo que he acabado con la etapa del esfuerzo físico, de los viajes difíciles, duros.
En el libro digo que una vez que los sueños relacionados se han
cumplido, lo que queda es volverlos a soñar, revisitarlos. Ese es el
punto en el que me encuentro. Y en cuanto a lo de volver a Socotra,
ahora no es posible por la guerra. Como te contaba antes, la isla tiene
problemas de abastecimiento, por el conflicto en Yemen y por los dos
ciclones terribles que ha habido y que la han devastado. Hay una pequeña ONG, Solidarios sin Fronteras,
que me ha pedido apoyo y yo les estoy ayudando a recaudar dinero con
distintas iniciativas. De momento ya hemos reconstruido cien casas, un
orfanato, depósitos de agua… Cada asentamiento nos cuesta unos 400 euros y ahí viven unas 10 o 12 personas. Están haciendo una labor fantástica y yo estoy muy contento de colaborar con ellos porque es una manera de devolver todo lo que la isla me ha dado.
Socotra, la isla de los genios, de Jordi Esteva, ha sido publicado por la editorial Atalanta, responsable también de la edición del volumen de fotografías Socotra, que se acompaña del documental realizado por el autor en la isla, con el mismo título del libro, Socotra, la isla de los genios.
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muy lejos de ello y los años pasan. Por […]
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